Cuánto me puedo ir de la gente, cuánto. No tanto como quisiera. Tengo muchos cabos sueltos en demasiadas cosas, partes incompletas de historias de ésas que nunca se terminan de escribir.
Me rodean pocas personas, pero yo me ahogo igual.
Siempre que voy caminando sola por la calle no me fijo si viene alguien a quien conozco, no me doy cuenta hasta que me hablan. Estoy demasiado en mí, dando vueltas en pabellones llenos de cosas oxidadas y tropezándome con mesas y sillas que no son mías, pero que yo puse ahí.
A veces no quiero hablar, me da flojera mover la mandíbula para emitir palabras. Algunos me buscan, me siguen. Yo los quiero, pero a veces no quiero hablar.
Hay días en que sí me dan ganas de decirlo todo, de contar, de opinar, de emitir puntos de vista, de analizar la situación de la Kenita Larraín.
Nunca quiero estudiar, nunca. El semestre pasado tuve atisbos de reconciliación con los textos de deontología. Eran interesantes después de todo. Pero el estudio no es lo mío, no me alcanza el alma para dedicarme a ello.
Lo peor es que no sé si me alcanzará para salir todos los días de madrugada a cazar reacciones, a investigar, a entrevistar, después a escribir, editar. No lo sé. Un juego semanal es a veces demasiado, quién sabe qué pasará cuando todos los días sean esa rutina agónica de la información.
Me dan ganas de preguntarme qué será de mí en todos estos días infinitos del futuro. Me gustaría irme a otro país y cortarme el pelo bien corto, para alisármelo todos los días con mi plancha y ser otra.
O bien desaparecer de la vista pública, recluirme (más), con el riesgo de que nadie pregunte nunca qué pasó conmigo y, por lo tanto, nadie descubra que estoy en mi casa dedicada a cuidar de las plantas que odio. Todo seguiría como siempre-ahora. De vez en cuando un mail que no es para saludar, ni para preguntar nada, sólo para reclamar cosas.
Cuando pasa todo esto, creo que quizás todos los demás están bien y yo muy susceptible (lo que es cierto), pero con las cosas en perspectivas, lo único cierto es que me he rodeado de basura.
Gente que se esconde cuando viene el camión y permanece siempre en los instintos crueles de mi memoria.
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