18 de diciembre de 2007

Esos locos bajitos

Me pega el tema de los locos bajitos, no por la canción, sino porque últimamente me rodea el concepto en nicks ajenos y en una sección de una revista que corrijo.

Esos locos bajitos, que fuimos nosotros hace un millón trescientos mil años, ni eran bajitos ni eran locos, estaban vivos no más.

Yo recuerdo que una vez le dije a mi mamá que esto del poder mental era totalmente cierto y que si me concentraba mucho podía hacer que pasaran cosas. "Pero primero tengo que empezar con algo chico... como hacer aparecer una moneda de 100 pesos". Mi mamá me corrigió entonces "algo chico sería lograr que alguien dé vuelta la cabeza cuando quieras". Decepción del poder mental nº 1.

Cuando era chica vivía en esta misma casa y jugaba con los hijos de los arrendatarios. Teníamos un grupo que era de lo mejor. Quizás había los mismos problemas que ahora, no lo sé, pero en ese tiempo las deudas, las cuentas, los litigios legales, no eran mi asunto. Mi asunto era dar vuelta los sillones y jugar a la guerra. O llenar la pequeña piscina, regalo de los 5 años junto con una barbie de antología, la más hermosa que recuerdo haber tenido.

Cuando era un poco menos chica nos cambiamos al departamento más pequeño del universo. Éramos 5 acostumbrados a vivir en espacios grandes. Ese día me pasaron a dejar al departamento de una tía donde estaba mi abuela y ahí todos almorzamos y comimos leche asada de postre. Cuando me fueron a buscar para irme, mi abuela me dio 100 pesos que eran un tesoro para mí. No los quise gastar en varias semanas.

No me quería ir al departamento, me quería quedar en la casa.

Sin embargo, aprendí a amar la vida en comunidad en bloque, porque en un edificio donde hay muchas familias, lo lógico es que haya también muchos niños. El juego más emblemático que recuerdo es el tombo. También la escondida, el alto, el metrópolis urbano real (algo inexplicable en palabras que sólo quienes vivimos esos años podríamos entender). También las recreaciones del juego de la oca. Plop.

Cuando era chica me celebraban los cumpleaños y era feliz. Con el tiempo febrero comenzó a despoblarse de gente y sólo fui quedando yo. Opté por alejarme hasta que no quedó dónde más ir.

Cuando era chica tenía muchos diarios de vida que siempre me regalaban. Al tiempo los leía y me reía de aquellos momentos y de cómo todo lo grave iba quedando atrás solo.

Cuando era chica chica me gustaba el Víctor, después el Sebastián, el Mauricio, el Pancho, el Felipe, el Víctor de nuevo. Ya estaba más grande. El Rodolfo (ése me duró harto). Qué manera de "amar". Luego nuevamente el Pancho. El ayudante. Acá ya estaba grandota. Me lo encontraban guatón al pobre, pero era perfecto. Después el Benjamín y otros que no se pueden nombrar por su peligroso acceso a esta bitácora. El último fue el Jaime. Huachito.

Cuando era chica, Savory tenía un helado con forma de lentes. QUE NADIE LO DISCUTA. Después había otro que se llamaba Pijama. Por dios. Mi mamá hacía canapés para las ocasiones especiales, con pasta de jamón, ave y huevo.

Y luego de todo eso, luego de haber comido tanto helado y tanto chocolate, y haber jugado tanto y tenido tantos amigos, y haber estudiado y haber terminado y haber trabajo y haberlo dejado. Luego de haber viajado y hecho tantos proyectos, algunos más exitosos que otros, luego de que haber querido y odiado. Luego de haber experimentado esa paz que sólo tiene la infancia y ahora pensar únicamente en el futuro como una madeja de lana. ¿No será que es todo?

Lo que está adelante no puede ser mejor. Una vida consciente, y especialmente cuando eres una persona dotada de gran inteligencia, nunca superará a la dulce droga de la ignorancia infantil. No saber nada, no tener que hacer nada y que esté bien así. Es lo más dulce de lo humano. Y ya pasó.

2 comentarios:

Jáuregui dijo...

es lo que yo digo.

Jorge A. Gómez Arismendi dijo...

El fastidio se hace aún más tedioso cuando el tiempo parece pasar sin cambio alguno frente a los ojos durante la vida adulta.
Cuando los días van perdiendo el sentido primario, que tienen cuando se es joven, con aquel ímpetu hormonal que hace parecer cada día como el más nuevo de todos, como si el futuro y el goce de la libertad siempre estuvieran por delante inmutables.
Ese es el paso definitivo de la juventud a la adultez. El camino último, donde los sujetos se resignan a su determinación, y donde el futuro y el goce se vislumbran como un recuerdo lejano y placentero, e incluso como algo utópico y jamás conocido.
La memoria entonces se pierde en la amnesia, gradual, plagada de vacíos, y el presente se vuelve eterno.
Saludos

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