15 de septiembre de 2009

Titular: Boxeadora abandona el ring sonriendo

En este cuarto de siglo transcurrido, nunca me he emborrachado. Nunca desperté al lado de alguien sin saber qué día era ni quién era ni si podría estar embarazada porque no recuerdo si me tomé la pastilla, nunca vomité la alfombra porque perdí la noción de que existe algo llamado baño, nunca nadie ha limpiado mi vómito en gesto de amistad, nunca nadie me ha llevado a la rastra caminando por las calles de la ciudad porque no me puedo los pies, nunca he sentido que la cabeza me va a explotar de tanto alcohol que me he metido en la sangre, nunca he pedido perdón por arruinar una fiesta ajena.

Cuando la vida ha sido difícil, yo la he resistido. Cuando ha sido dura, he llorado años enteros. Cuando ha sido bella, he sido la primera en celebrar a mi estilo ñoño: con helado. Cuando he ganado cosas importantes, y vaya que lo he hecho, he brindado con Coca-Cola o jugo de naranja. Cuando la fiesta ha estado en su apogeo, me he subido arriba de la mesa a bailar reguetón desaforadamente, porque ha sido mi deseo y mi exultación de la vida; no una alteración de mi estado de conciencia que me lleva a hacer cosas que no haría un día lunes a las 3 de la tarde. Cuando he estado frente a un chico que me gusta, no he curado mi timidez con vodka; he ido hasta el final con la guata apretada y la fe de bandera.

Es mal visto ser así. Es muy mal visto sobrellevar la carga del día a día sobre los hombros en vez de ahogarla. Es mal visto siempre estar conciente de todo lo que se hace. Ser loquillo por el placer de la locura y no por la alteración de los sentidos. Es mal visto manejar con las facultades intactas. Por el contrario, es divertido olvidarse de la noche anterior, vomitar la casa entera, manejar irresponsablemente. Guau, so much fun.

Los bebedores tienen una suerte de complicidad implícita. Se ayudan entre ellos, se limpian el vómito entre compañeros de casa, se cuentan lo que el otro hizo en la fiesta, a quién se comió uno u otro. A veces se turnan, cuando alguno tiene un drama de amor, se emborracha y el otro lo cuida. Después tocará regresar la mano.

¿Pero qué pasa con los que estamos fuera de la cofradía de los insignes bebedores? Nos toca cargar pesos muertos ajenos. Nos toca limpiar sin esperar vuelta de mano. No porque no quieran dárnosla, sino porque nosotros nunca nos exponemos a una situación de ese tipo.

Estar de este lado de la vereda es muy difícil porque se está solo. Somos muy pocos. Mal vistos. Somos aburridos, no sabemos divertirnos, no tenemos capacidad de disfrutar la vida... yo pensaba que para disfrutarla al menos había que sentirse en momento presente y después poder recordarlo, pero bueno.

Sea como sea, no es mi interés poner en el estrado a la cultura alcohólica de los países. Cada uno de nosotros tiene una opinión bastante formada al respecto. Mi intención es sólo plasmar esta inquietud de la sumisión en la que nos hemos puesto a nosotros mismos, algunos, al tomar parte de un estilo de vida bebedor que no compartimos. Es poner de manifiesto que salimos con esa amiga botada al litro que a los dos segundos nos va a dejar tirados de regreso a casa en taxi porque se agarró a alguien en menos de lo que te demoraste en girar el cuerpo en 90 grados y darte cuenta.

Vamos a esa fiesta de la que sabremos saldremos en menos de 10 minutos porque al llegar ya está todo el mundo borracho tirándosete encima.

Una anécdota que me pasó el otro día: iba sentada en el metro y un viejo borracho se tambaleó cuando el tren partió y fue a caerme de frente. Yo lo agarré para que no se me cayera encima y lo empujé hacia atrás para que se sentara al frente; pero en su falta de lucidez supina y con su aliento putrefacto, me agarró el brazo sin querer soltarme hasta que me tuve que parar gritando y bajarme del carro con un moretón en desarrollo en medio brazo. Segundos antes de bajarme, crucé mirada con una chica que estaba al borde y giramos nuestras cabezas en señal de resignación y desaprobación. En señal de lo que hay que aguantar en el día a día por culpa de los ebrios de siempre que se sienten con derecho por sobre los demás, únicamente porque no saben lo que están haciendo.

Y todo esto se disculpa porque la gente anda por la vida con unas copas extra. "Pucha, pero es que se pasó de tragos, pero no es nada".

Porque hay un destino protector, al menos mío, es que estas cosas no pasan a mayores y quedan en el anecdotario del universo. Pero la historia podría haber sido otra si no fuera por mi buena estrella.

La gente se pasa una vida entera justificando malas decisiones por esas copas demás. Nosotros pagamos. Me imagino que así debe ser en el trabajo; seguramente algún empleado eficiente debe cubrir a ese compañero o jefe fiestero que nunca llega en condiciones de usar el cerebro para las labores encomendadas.

Las respuestas de los alcohólicos están en la botella. Ahí se soluciona todo. Ahí está la claridad, seguramente. La claridad entendida como evasión.

Cuando decidí no beber, hace muchos años atrás, no lo hice por cuestionamientos morales. Lo hice de mañosa que soy. Los que me conocen saben que tolero muy pocos sabores en mi vida. Y el sabor del alcohol no me gusta. Para muchos podrá parecer lógico tomar algo hasta acostumbrarse y encontrarlo rico. Para mí no. Si no hago eso con el brócoli, menos lo voy a hacer con la cerveza.

Con el pasar del tiempo entendí que ese motivo era superficial, aunque válido. Explica las cosas hasta cierto punto, pero después todo se ordenó. No tomo porque el alcohol y yo nos conocemos muy bien. Nos hemos visto las caras desde siempre. Me mira desde lejos, me busca, me presiona. Yo me defiendo. Yo resisto, pero está en mi ADN, como todas las adicciones.

Eso no va a cambiar. A veces pienso que sería divertido tomar dos botellas de pisco y terminar con un coma etílico en el hospital. Como para remecer alguna que otra conciencia, digo.

Pero ésa no soy yo.

Y aunque el alcohol vive en mí más que en los cuerpos de quienes lo beben; la primera batalla la gané yo a punta de fortaleza. Ya no me venció. En 25 años me he tomado 7 pisco sour que me han hecho con mucha azúcar a pedido. Uno solo por noche, todos este 2009 en distintos cumpleaños. No me hicieron sentir mejor ni peor.

Ahora, la segunda batalla que tenemos en desarrollo y que tiene que ver no con el alcohol y yo sino con el alcohol y quienes me rodean a mí, la ganaré por abandono. No se puede vivir por todos, no se puede estar a cargo de la vida de todos. Ya están crecidos. Encaminados.

Estoy exhausta a más no poder. Han sido un par de semanas bastante solitarias e introspectivas. La ocasional compañía de algunos no ha impedido que mi mente divague en torno a este tema buscando soluciones. Y de ahora en adelante todo será cada vez más solitario, pero también más verdadero.

Mañana me juntaré con un amigo, me tomaré un pisco sour en honor a mi estoicismo y por última vez. No saldré nunca más a carretear para terminar ayudando a todos los borrachos de la fiesta a regresar a casa. Ellos en la suya, yo en la mía. Me encanta salir a bailar mi reguetón y dejar los pies en la pista, pero si para ello debo ir con mis amigas alcohólicas, tendré que hacer mi propia fiesta en casa sola o joderme.

Llegó mi tiempo de descansar y tirar la toalla de mujer maravilla. Llegó mi tiempo de llegar a casa y respirar la pureza del aire, aunque sea por la ausencia de quienes lo contaminan y no por su conversión. A estas alturas ya me da igual.

Abandono el ring y en ese momento empieza mi vida de verdad. La que elija, la que me quiera pagar, la que quiera vivir.

Siempre conciente. Como sólo los grandes sabemos ser. Como los felices de corazón y no de ocasión. Como los que hemos bailado hasta el amanecer con pura agua en el cuerpo siendo niños de nuevo, cantando y riendo tirados en el piso en el éxtasis de la alegría verdadera. Como sólo los que hemos estado ahí y recordado, podremos alguna vez contar al resto. Como siempre quise ser. Sin ataduras. Sin arrepentimientos. Siempre sonriendo y pa delante... que pa'trás ni pa tomar vuelo.

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