Las fuerzas policiales y yo tenemos una larga historia compartida. Noches de terror en que mis hermanos, agrupados al borde de la cama, y yo, no teníamos otra alternativa que llamar al 133. Motivos nunca faltaron: la pelea del día, la borrachera de fin de semana, la fiesta que se extendía más allá de lo políticamente correcto para un domingo en la madrugada, con 3 niños en edad escolar y un padre trabajador.
A diferencia del odio que la mayoría de las personas le tiene a los carabineros y la policía, yo no guardo ese sentimiento en mi corazón. Siempre me han ayudado, desde permitirnos transitar libremente por nuestra propia casa, hasta encontrar las direcciones de mis alumnos millonarios en la época en que me pagaban por hacerles las tareas. Cuadras y cuadras eternas que nunca terminaban y donde yo, siempre, me perdía.
Y sé que ésta es una realidad bastante difundida en un sector bastante amplio de nuestra sociedad chilena tercermundista. Esto pasa todos los días en muchas casas. Sucede que la mayoría de mis lectores no tiene idea.
Yo les digo, sinceramente, que cuando les toca escuchar una acalorada discusión entre dos o más personas que perdieron la cordura hace unas horas, no querrán estar solos. No querrán ser ustedes quienes estén a cargo de la situación. Querrán llamar al 133 o a su carabinero amigo del plan cuadrante.
Y no es excepcional. Y después de tantos llamados, obvio que ellos también se aburren, pero bueno, es su trabajo. Y en mi casa, durante largos años, siempre lo hicieron bien y gracias a eso, quizás, nunca lamentamos desgracias personales.
No es algo menor que de entre todos nosotros, así como yo soy la que les arregla los desastres de difusión de sus empresas y mi mamá les hace los chocolates, haya otros cuya misión sea que cuando los seres humanos pierden toda noción de humanidad, los balazos les lleguen a ellos y no a nosotros.
Para mí eso tiene un valor. Un valor que no puede ser expresado materialmente. Que haya personas cuya pega sea que a mí no me asalten en las calles, que no me roben mis cosas y que no me maten, es bastante importante. Sobre todo en una sociedad tan violenta.
Sin embargo, no los hace mejores hombres ni mujeres. Somos todos iguales. Lo queramos o no, es así. Todos tenemos la misma condición de dignidad por ser lo que somos. Incluso ésos que nos ponen en riesgo todos los días.
Estamos de acuerdo en eso y por eso repudiamos a Hinzpoto, porque no existen seres humanos de primera ni segunda categoría. Al menos ontológicamente.
Somos todos valiosos e importantes.
Cuando tenemos hambre, el panadero es el que nos salva la vida; cuando tenemos cáncer, el médico (bueno, los médicos son un tema aparte, pero no lo tocaremos por ahora). Cuando vamos atrasadísimos, el chofer del taxi es el dios del universo. Díganmelo a mí que me levanté una hora tarde en Buenos Aires hace unos años porque no cambié la hora y tenía 60 minutos para llegar a tiempo al aeropuerto y no perder mi vuelo a Brasil.
Todos importamos y valemos. Nadie más que otros. Y por eso debemos agradecer cada enlace humano de este gran sistema.
Para mí, el que hace los helados del Bravíssimo es lo más de lo más. Lo juro.
Eso no más.
A diferencia del odio que la mayoría de las personas le tiene a los carabineros y la policía, yo no guardo ese sentimiento en mi corazón. Siempre me han ayudado, desde permitirnos transitar libremente por nuestra propia casa, hasta encontrar las direcciones de mis alumnos millonarios en la época en que me pagaban por hacerles las tareas. Cuadras y cuadras eternas que nunca terminaban y donde yo, siempre, me perdía.
Y sé que ésta es una realidad bastante difundida en un sector bastante amplio de nuestra sociedad chilena tercermundista. Esto pasa todos los días en muchas casas. Sucede que la mayoría de mis lectores no tiene idea.
Yo les digo, sinceramente, que cuando les toca escuchar una acalorada discusión entre dos o más personas que perdieron la cordura hace unas horas, no querrán estar solos. No querrán ser ustedes quienes estén a cargo de la situación. Querrán llamar al 133 o a su carabinero amigo del plan cuadrante.
Y no es excepcional. Y después de tantos llamados, obvio que ellos también se aburren, pero bueno, es su trabajo. Y en mi casa, durante largos años, siempre lo hicieron bien y gracias a eso, quizás, nunca lamentamos desgracias personales.
No es algo menor que de entre todos nosotros, así como yo soy la que les arregla los desastres de difusión de sus empresas y mi mamá les hace los chocolates, haya otros cuya misión sea que cuando los seres humanos pierden toda noción de humanidad, los balazos les lleguen a ellos y no a nosotros.
Para mí eso tiene un valor. Un valor que no puede ser expresado materialmente. Que haya personas cuya pega sea que a mí no me asalten en las calles, que no me roben mis cosas y que no me maten, es bastante importante. Sobre todo en una sociedad tan violenta.
Sin embargo, no los hace mejores hombres ni mujeres. Somos todos iguales. Lo queramos o no, es así. Todos tenemos la misma condición de dignidad por ser lo que somos. Incluso ésos que nos ponen en riesgo todos los días.
Estamos de acuerdo en eso y por eso repudiamos a Hinzpoto, porque no existen seres humanos de primera ni segunda categoría. Al menos ontológicamente.
Somos todos valiosos e importantes.
Cuando tenemos hambre, el panadero es el que nos salva la vida; cuando tenemos cáncer, el médico (bueno, los médicos son un tema aparte, pero no lo tocaremos por ahora). Cuando vamos atrasadísimos, el chofer del taxi es el dios del universo. Díganmelo a mí que me levanté una hora tarde en Buenos Aires hace unos años porque no cambié la hora y tenía 60 minutos para llegar a tiempo al aeropuerto y no perder mi vuelo a Brasil.
Todos importamos y valemos. Nadie más que otros. Y por eso debemos agradecer cada enlace humano de este gran sistema.
Para mí, el que hace los helados del Bravíssimo es lo más de lo más. Lo juro.
Eso no más.
2 comentarios:
Completamente de acuerdo! Cuando vi las declaraciones del Sr. Ministro me parecieron bastante desafortunadas y comunicacionalmente fue como un pase gol para que lo criticaran por lo mismo. Se supone que somos todos iguales ante la ley y ante todo, por lo que no corresponde que la muerte de unos sea más importante que la de otros, aunque sea ultra penoso lo sucedido.
Creo que los que más sufren son los familiares que quedan.
(Por si las moscas siempre leo su blog aunque sea por e-mail)
Saludos!
:)
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